i-Write

LETRAS NECESARIAS

Nuestras Crónicas, las crónicas de Marte por Ray Bradbury


Meses de angustia, rayos gamma, radiaciones cósmicas, cuerpos meteóricos a la deriva por el espacio infinito y todo por una pequeña luz en la bóveda celestial. Marte. Un ínfimo punto en el firmamento que nos sana las heridas del viaje. El cohete avanza y llega cual Cristóbal Colón deformado por un espejo cóncavo y reducido a Cabeza de Vaca. El planeta no es solamente la solución a la mayoría de nuestros propios problemas, sino también nuestro oráculo. Marte es nuestro dios de la guerra. Las crónicas de Marte, son las crónicas de una lucha planetaria. La lucha del hombre consigo mismo, Caín y Abel hechos realidad, hasta el punto en que nos damos cuenta de que ninguno de los dos, obsesionados en sus luchas, ha intentado comprender al otro, solo lo ha combatido.

 

Ray Bradbury nos cuenta, poéticamente, a través de Crónicas Marcianas la conquista de Marte. Las Crónicas Marcianas narran las primeras tentativas, el asentamiento y los diversos conflictos en Marte. La relación con los marcianos y el inevitable conflicto mundial que se resuelve con una guerra apocalíptica en el tercer planeta del sistema solar, que hace volver a los colonos a sus hogares terrícolas. Durante esa colonización de unos 30 años, Bradbury pasa factura a diferentes temas para analizar nuestra condición humana, además de prevenirnos contra nuestros males. Nos avisa de lo que puede llegar a ocurrir y sus fatales consecuencias. Debido a la complejidad de la obra, he resuelto hablar solo de tres grandes temas: la colonización de Marte, la guerra y el propio ser humano.

Entendiendo el conjunto como una metáfora, un oráculo de nuestro futuro. Obviamente ocurre en Marte, por su significación mítica, y no en las lunas de Júpiter o en unos anillos de Saturno con reminiscencias goyanas. Si lo entendemos de este modo la obra cobra un sentido completamente espeluznante. Es la tristeza de Cuando el viento sopla (UK, 1986). Los paisajes mentales que genera esta obra dejan al lector pasmado por nuestro poder de autodestrucción, solo igual a nuestra capacidad de supervivencia.

Llegar a un lugar sin ser llamado, normalmente tiene consecuencias nefastas. Otras veces, simplemente inesperadas. Ray Bradbury utiliza un elemento clave para el primer contacto, la falta de concordancia entre civilizaciones. ¿Quién puede afirmar taxativamente que seriamos recibidos por extraterrestres con los brazos abiertos? Es mucho mejor que simplemente no nos reciban. Simplemente ni nosotros lo creeríamos, seria demasiada verdad junta para ser un relato real.  ¿Vienen unos seres que afirman ser de otro mundo y nadie los recibe? ¿Acaso no pensaban los indígenas de la isla de Pascua que la tierra más cercana a ellos era la Luna, ya que era la única que veían des de sus playas? Los indios de nueva Guinea creían que los hombres blancos eran muertos que volvían para reunirse con sus familiares, ya que ellos los creían parecidos a fantasmas, por su tono de piel. El choque cultural es tan bestia dentro de la propia Tierra que en un contacto con otro planeta es simplemente imprevisible. No podemos saber de ninguna manera como hablaremos o interactuaremos con ellos. Dado este factor, Bradbury, da la mejor situación posible; no nos entenderemos, el contacto supondrá la aniquilación del visitado, ya que las enfermedades o la sola conquista será su perdición. Una perdición por los dos bandos, pues de algún modo nunca sabremos de su vida, de sus preocupaciones ni de su mundo. Se ceñirá sobre ellos una holocausto sin ton ni son, ya que en verdad nadie espera que aterrice una nave extraterrestre en nuestro país ni estamos preparados para recibirla.

Hay también otro factor que no se tiene en cuenta. Si Colón no hubiera regresado de América, por culpa de que el medioambiente hubiera sido lo suficientemente agresivo como para matar toda la tripulación, simplemente no hubiéramos vuelto allí. Pensaríamos que no teníamos por que ir si el explorador no hubiese vuelto. Las vidas de los americanos y los europeos hubieran transcurrido paralelamente. Pero al ir, aunque fuéramos con las mejores intenciones, los hubiéramos matado, ya que con nosotros traemos, nuestra cultura, nuestro comercio y lo más importante: nuestras enfermedades. En este sentido Bradbury redime los pecados de la colonización americana en diferentes pasajes, mostrando la estupidez de las masacres hacia los indios y la fascinación por el mundo muerto que han dejado detrás. ¿Quién habitará sus casas milenarias? Nadie, el polvo las conquistará. Solo podremos volar en sus patines de vela o vagar por sus ruinas, como el teniente Mike Blueberry por el Palacio del Acantilado de los indios Anasazi (La mina del alemán perdido, 1972).

En todos los cuentos en que aparecen los marcianos vemos un llanto por un mundo perdido, pero no un llanto culpable, si no una voz que señala la ignorancia, la envidia y la sinrazón. Los verdaderos culpables de todo hecho despreciable.

La guerra es otro lev-motiv de los cuentos que forman las Cronicas Marcianas, como hemos dicho, Marte es el dios que lleva los  hombres al campo de batalla. Pero Bradbury tratar este tema por omisión, en todo momento está el rastro del conflicto, pero solo eso. Los personajes huyen de él o van hacia él, pero la guerra siempre queda reservada a la Tierra. Marte se convierte en un territorio de paz, una paz extraña, una paz tensa. A lo largo de las diferentes narraciones del libro y conforme nos acercamos al final, leemos elididamente sobre una guerra en nuestro planeta. El autor nos muestra una situación completamente apocalíptica que arrastra a los dos planetas hacia el abismo. En 1946 (data en que empezaron a aparecer los primeros relatos que ahora conforman las Crónicas Marcianas) con la guerra mundial aún reciente, pero sobretodo con la bomba nuclear en la cabeza de todo el mundo y las atrocidades Aliadas y del Eje, la auto aniquilación del hombre parecía posible. Solo tenemos que ver las cifras de muertes civiles en el frente oriental o la destrucción planeada de Japón por parte de los EEUU. El bombardeo constante de ciudades desde el cielo era una realidad cotidiana. Este hecho supone el horror en sí mismo, pues no nos podemos esconder, las bombas caen, los edificios arden sin control. ¿Qué mente sensible no siente repugnancia hacia este tipo de destrucción? Esta repugnancia profunda unida al sinsentido de tales acciones (aunque justificadas en el fragor de la batalla) crea el imaginario que hace posible cuentos como Vendrán lluvias suaves.  Este cuento habla de los humanos en su absoluta ausencia. Traslada el conflicto entre los humanos, al conflicto de los humanos, muerto sin sus auspiciadores.

En todo momento la violencia es ejercida por los humanos solamente, por sus contradicciones y buena voluntad, no por máquinas o marcianos. Amamos, odiamos, peleamos, nos reconciliamos, no siempre en este orden pero si con sus consecuencias. El dolor que nos hace viajar por espacios cósmicos aparecerá siempre otra vez, en circunstancias diferentes pero será el mismo dolor que nos corroerá por dentro y nos hará disparar la última bala. O puede que el amor que llevamos con nosotros nos salve de disparar y podamos llegar a contemplar a nuestro Caín y ver en él una verdad celestial, comprenderlo. Nosotros somos nuestro Caín o Abel, del mismo modo que nosotros somos los marcianos de Marte. Destruimos las cosas bonitas por envidia así como por falta de entendimiento con el prójimo. No nos damos a entender ni lo queremos hacer. Nuestra violencia estructural solo es entendida por los marcianos o cualquier persona ajena a nosotros como violencia física, dejando el amor que tanto necesitamos y queremos dar, en un segundo plano. Ray Bradbury coge el espejo y proyecta su resplandor al futuro. Nos advierte de las consecuencias de la cultura capitalista o de la hegemonía del sistema actual, que nos lleva a un colapso inevitable. Solo cuando estamos cayendo por el precipicio comprendemos al prójimo y nos compadecemos de él, así como vemos todos nuestros errores y los redimimos. Es en ese último momento antes de estrellarnos, cuando amamos y perdonamos, nos salvamos de la fuerza que nos hace caer.

Marte es un presagio de nuestro futuro. Ray Bradbury tuvo ese don, vio como la falta de lectura sería aprovechada por el poder, creando Farenheit 451. Pero es en Crónicas Marcianas donde sublima su arte. Muestra un futuro en diferentes visiones, diferentes reflejos de espejos proyectados. El problema es que el espejo no es cóncavo o está deformado, el problema es que nos refleja demasiado bien. Nadie podrá alegar que desconocíamos las consecuencias de nuestros actos, tan profundamente exploradas en esta obra. Puede que con esta obra, el autor tuviera la esperanza de que no hiciera falta caer por el precipicio, que podríamos arreglar la situación sin tener el apocalipsis en el siguiente movimiento de ajedrez. En este caso la ciencia-ficción nos presagia un no-futuro para que lo podamos evitar. La pregunta que se hace el lector es: ¿En cincuenta años hemos hecho algo para evitar el desastre, ecológico, económico o social? ¿Podemos responder la verdad al fiscal de la historia, o sea a las generaciones venideras? No, les diremos que desconocíamos el alcance de nuestros actos, que no sabíamos la potencia de nuestras armas, que estábamos a punto de caer por el precipicio, que no teníamos otra opción. El problema es que las generaciones venideras ya nacerán en el vuelo de la caída, estarán en continuo abismo, y con una seguridad espeluznante oirán las llamadas del Dios de la Guerra: El dios Marte.

Crónicas Marcianas es un grito por la existencia misma de la especie humana. Es un grito teñido de ciencia-ficción y poesía, donde se redimen pecados como el exterminio de los indígenas norte-americanos o el excesivo militarismo de una sociedad como la de los EUA. También se homenajea  a escritores como Edgar Alan Poe y el autor nos hace explorar nuestros fantasmas interiores como en El marciano. Un obra completa, en que el rojo de la Guerra se contrapone de una forma disimulada al azul de las tierra de Marte, en las que de algún modo podemos ver como se filtra la esperanza, la paz o la sabiduría, atributos del color azul.

Oscura como la noche

Lo podemos comprobar si echamos un vistazo a los escaparates de las mejores librerías de la ciudad, pero también podemos palparlo en el ambiente, intuirlo en cada noticia sobre corrupción y desfalco que leemos en los periódicos, y sentirlo cada vez que somos testigos de una injusticia. El resurgimiento del género negro es un hecho, y gran parte de culpa la tiene la época incierta que nos ha tocado vivir.

No debemos olvidar que este género surgió durante la época de la gran depresión, entre los años 20 y 30, como respuesta al sentimiento de injusticia y malestar social que imperaba en las calles y asfixiaba los corazones de los norteamericanos que veían como la corrupción se convertía en la norma, y los políticos en los que depositaban su confianza resultaban parecerse tanto unos a otros que, a menudo, llegaban a olvidar de parte de quién estaban.

En medio de un ambiente tan sórdido y desalentador, era inevitable que surgieran plumas tan poderosas como las de Raymond Chandler o Dashiell Hammett, entre otros, y plasmaran esta realidad de forma tan cruda y efectiva que enseguida se convirtieron en objeto de culto por parte de los lectores. Detectives fracasados sin nada que perder que se sumergían en los casos más complicados con la obstinación y la tenacidad de un perro de presa, a sabiendas de que sus esfuerzos no obtendrían más recompensa que una reprimenda por parte de sus superiores o una sonrisa de una chica que, por lo general, estaría enamorada de otro hombre.

A diferencia de otras modas literarias, tales como las sagas vampíricas, las novelas relacionadas con los templarios, o la reciente y arrolladora intrusión de las novelas eróticas, se podría decir que el resurgimiento del género negro no responde a una necesidad comercial, sino más bien a una necesidad social. Corrupción, malversación de fondos, suicidios, extorsión… son términos que hace tiempo que han dejado de ser patrimonio exclusivo de la ficción y han pasado a formar parte de nuestro día a día. En este contexto, resulta inevitable que los lectores reclamen obras que retraten este panorama tan actual, tal vez para darle algo de sentido a lo que les rodea.

De la misma manera, resulta inconcebible que los creadores de historias no se dejen influir por el ambiente de pesimismo y miseria que les rodea, salpicando así sus novelas, relatos o poesías y cultivando, a veces sin querer, un género tan hermoso y necesario como es el género negro.

Pepe Carvalho, Philip Marlowe y Sam Spade fueron testigos de una época oscura y deprimente, conformando junto a otros personajes un legado asombroso que nunca volverá a repetirse. Muchos han sido los imitadores que han intentado crear historias protagonizadas por detectives sospechosamente parecidos a los anteriores, fracasando estrepitosamente en el intento.

Por suerte para los amantes del género, en la actualidad la producción de literatura negra cuenta con formidables autores que dejan el pabellón bien alto con respecto a sus antecesores. Así, podemos disfrutar de las aventuras de la Comisaria Brunetti, de Kurt Wallander, de Jack Reacher y de Harry Bosch. John Rebus y, más recientemente, Kostas Jaritos se unen a la larga lista de herederos de Marlowe y Spade y son capaces de hacernos permanecer en nuestra butaca preferida durante horas,  devorando un capítulo tras otro en el pellejo de estos héroes incomprendidos.

¿Y qué decir del producto nacional? Lorenzo Silva, Ramón Palomar, Víctor del Árbol, César Pérez Gellida, Gonzalo Garrido… Autores que, cada uno con su propio estilo, son capaces de ponerse a la altura de los Michael Connelly, Andrea Camilleri o Donna Leon y decirles «Aquí estoy yo», y cuyas dotes narrativas han sido premiadas de manera unánime tanto por el público como por la crítica. Una hornada de autores que tiene mucha culpa del actual esplendor de la novela negra.

Por desgracia, el resurgimiento del género viene acompañado del oportunismo de quienes, viendo el negocio fácil, tratan de escribir y de editar novelas que pretenden ser negras, tan descafeinadas y faltas de energía que dudosamente se podrían calificar como tal. El lector avezado sabrá distinguir el grano de la paja, y reconocerá tales obras como lo que son: el intento desesperado de quien, a falta de imaginación, trata de subirse al carro de las modas aunque eso implique meterse en el jardín ajeno.

Y es que el escritor de novela negra debe ser inmisericorde, impulsivo, y no debe tener miedo a ensuciarse las manos ni la conciencia. La novela negra debe surgir desde algún lugar entre el corazón y el estómago, en ese punto incierto donde se mezclan las ganas de vivir, los remordimientos, las náuseas, la cólera…

El buen escritor de novela negra no es el que se aventura en el género por curiosidad o ganas de innovar. El buen escritor de novela negra es aquel que no es capaz de escribir otra cosa, porque nunca se lo perdonaría.

RELATOS

Una breve historia de un hombre de pueblo

El pueblo de mi madre es un lugar muy pequeño en la provincia de Cáceres. Apenas trescientos o cuatrocientos habitantes censados que en verano, para la Virgen de agosto o para el Cristo de septiembre se transforman en tres mil o cuatro mil. Son los hijos y los nietos y hasta los bisnietos de quienes emigraron en los ‘60 al sur de Madrid o al norte de Barcelona o incluso a Francia o Suiza.

Es un pueblo pequeño, sí, pero tiene una tradición que desciende hasta la colonización romana. Apenas quedan restos arqueológicos en el término municipal, pero no hay más que escuchar los nombres de las paisanas y los paisanos más mayores para darse de oídos con esta influencia romana: Argimira, Claudia, Clitemnestra, Publio, Marco, Lucio…

En el pueblo, la gente habla con acento extremeño; con la hache perdida y algún giro curioso. Por ejemplo, el sufijo diminutivo masculino no es ni –ito ni –ino, sino –ine. Los cerdos pequeños son cerdines y si son muy pequeños son cerdines chiquinines. También sueltan más de un vulgarismo, a veces con raíz clásica y a veces por mero error. Cuando estás a punto de terminar algo, lo tienes quasi terminado; el agua más fresca corre en el maniantal y de vez en cuando, hay que ir a las afueras de Navalmoral, a comprar material al polígano industrial.

Mi abuelo Lucio era casi –o quasi- un tópico literario: era un hombre sabio aunque nunca tuvo estudios. Sabía leer y escribir y hacer cuentas entre complejas y rudimentarias. También sabía, con precisión meridiana, cómo y dónde golpear a la rama de olivo para que cayese el mayor número de aceitunas de un solo vareo. Y si le preguntabas, te enseñaba a hacerlo, aunque luego se reía de ti cuando le arreabas tres zurriagazos al pobre árbol y apenas caían diez o doce olivas.

Mi abuelo Lucio había emigrado en el 64 a Madrid. Al sur de Madrid. A Villaverde. A encontrar una vida mejor. Trabajó durante veinticinco años en Agromán; a veces como peón, a veces como oficial de mantenimiento, casi siempre como hombre para todo. A mi abuelo Lucio se le daba bien resolver problemas.

En el 90, mi abuelo Lucio se jubiló y volvió al pueblo junto a mi abuela Argimira. Reformaron un poco la vieja casa que ellos mismos habían construido y se dispusieron a vivir la vida mejor que se habían traído de Madrid.

Mi abuelo Lucio echaba la partida casi todas las tardes. En invierno y en verano. A veces jugaban al Tute, pero normalmente jugaban a la Brisca. Cuando yo pasaba el larguísimo Agosto en el pueblo, me gustaba acercarme a ver cómo mi abuelo echaba la partida. Sobre todo me gustaba escucharles. Las veinte en Oros. Las cuarenta. Arrastro. Para un niño, la partida era un lenguaje en clave, un código ignoto, un liturgia fascinante e incomprensible.

A medida que fui creciendo, fui perdiendo el interés por escuchar a mi abuelo Lucio echando la partida. Por un lado, yo ya había aprendido a jugar a las cartas y por el otro, me creía más listo y más urbano y más cosmopolita que aquellos hombres del pueblo, aquellos paletos del pueblo. Tenía dieciséis años y era un auténtico imbécil.

Una tarde plana y larga de Septiembre, me encontré otra vez en el bar de Benicio escuchando a mi abuelo Lucio jugando a la Brisca. No recuerdo exactamente por qué estaba allí. Quizá me creía ya un usuario legítimo de los bares; a lo mejor me lo pidió mi abuela. Entre arrastros y cuarentas, los hombres charlaban de la vida y de todo lo demás, claro. Mi abuelo, que llevaba ya veinte años viviendo en Madrid, no escatimaba en maniantales, políganos, algotros ni quasis. Yo sonreía con superioridad.

Al terminar la partida, mientras subíamos juntos a la vieja casa que había construido y había reformado, le dije:

-Joder abuelo, llevas ya veinte años viviendo en Madrid y todavía hablas con “políganos” y “maniantales”.

Mi abuelo me miró entornando los ojos como los entorna un halcón y sonrió como sonríe un halcón:

-¿Tú te crees que yo no sé que se dice “polígono” y “manantial”? ¿Crees que no sé que se dice “casi” y “algún otro”? Pues claro que lo sé. Pero también sé que aquí siempre se ha dicho “polígano” y “maniantal” y “quasi” y “algotro”. Y que al final significan lo mismo y así es como he hablado siempre. Además, si les hablo como hablo en Madrid me tomarían por un señorito. Y yo no soy un señorito.

Yo tenía dieciséis años y me di cuenta de que era un auténtico imbécil. También me di cuenta de que a mi abuelo Lucio se le daba bien resolver problemas.

REVISTA CANDOR

Nueva revista de relatos y creación literaria